lunes, 16 de diciembre de 2013

Apuntes: Unamuno, "Abel Sánchez"


“La envidia nació en Cataluña”, me decía una vez Cambó en la plaza mayor de Salamanca. ¿Por qué no en España? Toda esa apestosa enemiga de los neutros, de los hombres de sus casas, contra los políticos, ¿qué es sino envidia? ¿Dónde nació la vieja Inquisición, hoy redivida?” Miguel de Unamuno Prólogo a la Segunda Edición de Abel Sánchez 1928

Paradójicamente, a lo largo de S.XX, cuando el cristianismo iniciaba su acuciado declive, iniciado un siglo antes, en cuanto a influencia social y política, al tiempo que no practicar ninguna fe o declararse de ateo dejó de ser motivo de oprobio, para normalizarse en nuestra cultura, muchos escritores de nacionalidades bien distintas reinterpretaron los antiguos mitos bíblicos. Thomas Mann hizo un tanto al novelar la saga familiar del patriarca Jacob en la tetralogía José y sus hermanos. También destaca su relato La Ley. André Guide no se quedó atrás a la hora de reelaborar mitos e historias religiosas, ambientándolos en nuestros días. Detrás de alguno pasajes del Ulises de Joyce algunos escritores ven mitología cristiana mezclada con el la reelaboración de la antigua Odiesea.

Miguel De Unamuno en su escritorio.

Resulta bastante complejo determinar por qué a lo largo de este siglo tantos escritores, Proust, Virginia Wolf, Baroja, Borges, García Márquez, Mercè Rodoreda, Saramago… y tantos otros quisieron, de formas más o menos directas, recuperar los argumentos de la mítica cristiana o cuanto menos sus ideas. En términos generales, dado que se hace muy difícil pensar que a personas tan dispares las moviesen los mismos motivos. Se presupone que todos tomaron conciencia del peso que la cultura cristiana tenía sobre occidente. Como bien dijo Josep Pla “No sé pas que vol dir odiar el cristianisme ¿Vol dir odiar la història dels dos últims mil anys?” [No sé en absoluto lo que significa odiar al cristianismo. ¿Significa odiar la historia de los dos últimos mil años?] A esta tendencia a rescribir la leyenda cristiana desde la conciencia de la influencia de esta religión en la sociedad occidental, hay que añadir el lujo que supuso para cualquier artista poder tomar una serie de tópicos hasta entonces sólo manipulables dentro de la rígida doctrina impuesta por la iglesia para desarrollar su trabajo artístico, sin miedo a que sus transgresores resultados les acarreasen graves peligros, como siglos atrás habían supuesto.

Marcel Proust (1871-1922).
 
Dicho esto, no se debe olvidar que no todos los países se liberaron tan rápido del yugo de la iglesia. En algunos casos, como es el de España no fue hasta el último tercio del siglo pasado cuando, por fin desprotegidas de leyes opresoras, las historias cristianas adquirieron el estatus que nunca debieron dejar de tener: precisamente el de historias y tópicos literarios aptos para el trabajo que cualquier artista, mediante su técnica e imaginación quisiese realizar con ellos.
Desde luego, no todos los autores que reelaboraron mitos cristianos fueron ateos. Algunos, desde profundas convicciones cristianas, trataban de dar nuevas respuestas a la doctrina, para adaptarla a los nuevos tiempos a fin de que conservase su utilidad para los fieles. Tal es el caso que nos atañe.

Thomas Mann (1875-1955).

Unamuno publicó Abel Sánchez Historia de una Pasión en 1917. La narración, de sintaxis sencilla, diálogos directos, carente de toda descripción física o ambiental, como todas las nívolas del autor, excepto la prematura Paz en Guerra (1895), nos cuenta la historia de dos amigos de la infancia, el pintor Abel Sánchez y el médico Joaquín Montenegro. Su destino los lleva a una lucha fratricida que terminará con la muerte de Abel.
Las desavenencias empiezan, como no puede ser de otro modo, por una mujer, que además se llama Helena, igual que la princesa por quien ardió Troya. Joaquín le pide a Abel que le ayude a conquistarla, pero la hermosa mujer se acabará enamorando del pintor con quien se casa. La envidia corroe al médico, y se agrava en la medida en que el éxito de las pinturas de Abel crece en la sociedad.

Caín mata a Abel, el hermano que gozaba del favor de Dios.

En una ocasión, cuando el pintor cae enfermo, debe asistirlo. En un momento de histeria, Helena lo acusa de querer matar a su marido. Al propio Joaquín se le pasa esa macabra idea por la cabeza; la parte más oscura de su ser se manifiesta contra su voluntad. No obstante, al final es capaz de tomar la decisión correcta y salvar a su amigo. A partir de ese momento, el médico, un poco como el autor de la novela, tratará desesperadamente de aferrarse al cristianismo en un intento forzado por ser bueno. Helena se ríe de estas creencias y de su matrimonio con la anodina Antonia. El desgraciado médico trata de fingir que nada de esto le afecta, aunque por desgracia las burlas van calando en su ser.
La casualidad lleva al hijo de Abel a entrar de aprendiz de Joaquín El joven Sánchez está bastante cansado de su padre, quien, como todo artista, vive ensimismado en su arte sin dedicar demasiada atención a su familia ni a ninguna persona del mundo exterior a su propio ser. Al pasar tanto tiempo en la casa el joven se enamora de la hija de Joaquín con quien se casa.

Portada de Abel Sánchez publicado en 1917.

En el futuro nieto ve el médico una buena oportunidad de resarcirse por todos sus malos instintos, pero para su desgracia el niño, Joaquinito, prefiere a su abuelo el pintor. En medio de una discusión con su amigo artista, Joaquín le pide a Abel que se aleje del nieto con su “maldito arte”. En ese momento Abel sufre un infarto. Helena lo acusa de asesinato.
Apenas un año después de la muerte de su rival, Joaquín se confiesa ante sus familiares en su lecho de muerte. Le ruega su mujer, “la víctima” a su parecer de toda la historia, que lo perdone, aunque le confiesa que nunca la ha querido. También implora el perdón a su hija y a su yerno. A su nieto le pide que no se olvide de su otro abuelo que tan hermosos dibujos le hacía. Desea morir y se olvidado por todos: “¿Me olvidará Dios? Sería lo mejor, acaso, et eterno olvido. ¡Olvidadme, hijos míos!”.

Herman Hesse (1877-1962).
 
La idea del fratricidio, implícita en el mito, que lleva a las división de la humanidad capaces de acarrear desastres tan graves como la Gran Guerra (1914-1918), se muestra presente en autores de todo Europa, por unas razones u otras. Unamuno no fue el único autor que trató de reinterpretar el mito de Caín y Abel. Singular es la reelaboración novelesca que hizo Herman Hesse en su Demian, apenas dos años después de que la historia de Abel Sánchez y Joaquín Montenegro se empezase a vender en las tiendas españolas. El escritor alemán enfocó el mito del caínismo de un modo muy distinto, pues presentó a quienes llevaban la “marca de Caín”, estigma que Dios le impuso al hijo de Adán tras asesinar a su hermano, como una especie de elegidos entre la sociedad, personas con unas cualidades tan especiales que suscitaban el miedo entre sus semejantes quienes los marginaban.

Miguel De Unamuno (1864-1936).

Como declara el propio Unamuno, en su caso, fue el Caín de Lord Byron su fuente de inspiración. De hecho, lleva a cabo la idea que trató de realizar el autor inglés, mezclando la sangre del linaje de Caín con la de Abel, si bien, de esta unión tampoco se deriva un ser humano distinto, como se inducía en el Caín byroniano. Con toda probabilidad, para Unamuno, debió de ser mucho más importante responder a la pregunta de por qué Dios, no fulminó a Caín tras cometer fratricidio. Desconcertaba al escritor la idea de que Jehová se contentase con obligarlo a vagar errante y además dotase de protección mediante su estigma para que ningún hombre que lo viese, mientras erraba por el mundo, le hiciese daño. En las reflexiones de su Diario Íntimo Unamuno apunta además al hecho de que fue Caín el primer hombre en fundar una ciudad, Enoc, a la que bautizó con el nombre de su hijo. Aunque no termina de quedar claro, por lo escueto de la frase, parece ser una crítica generaliza a la civilización que nace de un origen corrupto, si bien, no habría que descartar la sencilla sorpresa del pensador por tan extraños designios del Creador. Tal vez, por esa duda, Unamuno reelabora el mito convirtiendo a Caín en una víctima, una víctima de su suerte, del destino y en cierto modo de sí mismo por ser incapaz de ser feliz con la vida que Dios le ha dado.

José Saramago (1922-2010).

Con esta nívola Unamuno pretendía fabular una moraleja contra la envidia, causa de los males de los hombres. En su lecho de muerte, Joaquín Montenegro entiende que podría haber sido feliz, si hubiese sabido amar su vida, pero la desperdició entera, anhelando enfermizamente la suerte de Abel Sánchez. Una sociedad menos envidiosa, al parecer del escritor, no sólo tendría menos conflictos sino que incluso sería más justa. Al correr de los años, por desgracia, este pecado sigue entre nosotros.

 Joan Oliver (1899-1986).

Por ir concluyendo este apunte, que ha quedado más largo de lo que debiera, hay que citar, para quien le interese el mito cainita en la literatura del S.XX,  a los Caínes de Saramago, con su novela Caín (2009), último libro que el autor portugués publicó en vida, y la obra de teatro tan cómica como extraordinaria del catalán, Joan Oliver, conocido con el seudónimo de "Pere Quart", Allò que tal vegada s’esdevingué (1936) [Lo que una vez ocurrió].




lunes, 2 de diciembre de 2013

Constitución de 1837



Ejemplar de la Constitución de 1837 con la reina niña soteniéndola entre sus manos.

España seguía inmersa en al primera guerra carlista (1833-1840) cuando se aprobó la Constitución de 1837. Ligeramente más larga que el Estatuto Real, la nueva carta magna dividía sus 77 artículos –más otros dos adicionales- en trece títulos.
Para muchos la Constitución de 1837 estrenó la denominada ley del péndulo, es decir, que a cada constitución que se ha aprobado en España le ha seguido otra de signo ideológico contrario, hasta el consenso de 1978. Algo de verdad hay en esta idea, sin embargo, ver el complejo proceso de elaboración de las sucesivas constituciones como un simple juego de antagonismos no es sino una verdad a medias.

María Cristina de Borbón y Dos Sicilias, regente de España entre 1833 y 1840.
 
Si bien es cierto que en algunas cartas magnas (1845 y 1869) su posición política resulta evidente, otras (1876 o 1931) se entienden o no como producto del consenso político según cómo se las evalúe. En consecuencia, si admitimos determinados puntos de vista teóricos, no podemos aceptar en su plenitud la teoría del péndulo.
La difícil clasificación de la Constitución de 1837 empieza por determinar su condición de carta impuesta por el parlamento u otorgada por la corona. Aunque en esta ocasión la corona renunciará a gran parte de sus poderes, sigue conservado amplias facultades. Además, la reina regente, María Cristina de Borbón, influyó en muchos puntos del redactado, lo que en su conjunto permite hablar de carta pactada, una vez más.

Don José María de Calatrava, progresista, bajo su presidencia del gobierno se aprobó la Constitución de 1837.
 
Respecto a si es un texto verdaderamente progresista, tampoco hay consenso entorno a esta cuestión. Son muchos los juristas que ven a la Constitución de 1837 como una simple refundición del Estatuto Real, con alguna pérdida de poder para la corona, pero nada significativo. Otros, en cambio, la entienden como una constitución de Cádiz venida a menos. Un tercer grupo, dentro del que me incluyo no busca sus fundamentos en el constitucionalismo español, sino en la monarquía de Orleans de Luís Felipe I (1830-1848) quien introdujo reformas democráticas en Francia al tiempo mantuvo a la corona como el órgano directivo del gobierno.

General Baldomero Espartero, presidente del gobierno progresista en 1837, y entre 1840-1841, bajo la constitución de 1837. Entre 1840 y 1843 desempeñó también la regencia de España

¿Entonces es progresista como tantos afirman o no? Pues bien, en su articulado se recogen cuestiones tan importantes como la libertad de expresión e imprenta (art. 2), la inviolabilidad del domicilio y de la propiedad privada (art. 7 y 10), un esbozo de las garantías procesales (art. 9), la creación de una cámara alta electiva (art. 15) y hasta una tímida mención a la soberanía nacional en el preámbulo. Sin duda alguna, supuso un gran avance en el ordenamiento constitucional de España, pero en su conjunto todavía está lejos de asegurar una democracia completa.



Narciso Heredia y Begines de los Ríos, moderado, jefe de gobierno entre 1837 y 1838.

Los títulos II, III, IV y V regulan el poder legislativo. Tanto para el sufragio activo como para el pasivo se mantuvo un sistema censatario. No obstante, se redujeron las cuantías de las rentas que permitían votar –únicamente los hombres mayores de edad-, con que el cuerpo electoral se vio aumentado. También se redujeron las condiciones para ser candidato al congreso. Bastaba con ser español y mayor de edad (art. 23) del estado seglar y haber cumplidos los veinticinco años. El texto deja abierta la puerta a otros requisitos complementarios establecidos por la futura ley electoral, pero estos tampoco resultaron significativos. El mandato de los congresistas se mantuvo en los tres años (art. 25) como se establecía en el Estatuto Real y, según el artículo 22, podían ser elegidos indefinidamente.

Bernardino Fernández de Velasco, moderado, jefe de gobierno en 1838.
 
En cuanto al senado, dejó de ser vitalicio y hereditario. Únicamente los hijos del monarca y su heredero eran senadores vitalicios desde que alcanzaban la mayoría de edad, veinticinco años. Su número ya no fue ilimitado sino igual a tres quintas partes de los diputados (art. 14). Los senadores siguieron siendo nombrados por el rey mediante un sistema de listas triple (art. 15 y 16) muy complejo. Para ser senador se requería ser español mayor de cuarenta años y tener “medios de subsistencia” (art. 17). Cada vez que se llamaba a comicios, siguiendo un criterio de antigüedad, se renovaba a la tercera parte de los senadores (art. 19), quienes, sin embargo, podían optar a la reelección. En consecuencia que los senadores disfrutaban de un mandato tres veces más largo que un diputado. Además, la cámara alta nunca era disuelta por completo.

Evaristo Pérez de Castro, último moderado en gobernar bajo María Cristina (1838-1840). Bajo su presidencia sucedieron acontecimientos tan importantes como el abrazo de Vergara y el fin de la primera guerra carlista.

Se mantuvo la provincia como circunscripción. Cada provincia elegía a un número de legisladores: al menos un diputado y un senador (art. 21 y art.16). “Por cada cincuenta mil almas” de su población le correspondía un diputado más. En principio, este sistema contabilizaba a toda la población, sin importar que menores y mujeres careciesen de derecho a voto. El número de senadores no se fijó con tanta claridad; simplemente se estableció que a cada provincia le correspondía un número de senadores proporcional a su población, al menos uno.

Don Antonio González y González, progresista, la reina le encargó formar gobierno en 1840 para calmar a los liberales más radicales. Espartero volvió a confiarle la presidencia del consejo de ministros entre 1841 y 1842.
 
El rey conservó amplias prerrogativas en el funcionamiento de las Cortes, podía convocarlas, suspenderlas, reunirlas y disolverlas según lo estimase conveniente, en persona o por medio de sus ministros (art. 26 y 32). Compartía con ambas cámaras la “iniciativa de las leyes” (art. 36), además nombraba al presidente y al vicepresidente del senado (art. 31).
Sin embargo, las Cortes también ganaron autonomía sobre el monarca, pues en caso de que éste las disolviese sin fijar fecha de nueva convocatoria, ambas cámaras se convocarían automáticamente el 1 de diciembre de ese año (art. 27) e incluso, si el mandato de diputados fuese a caducar, podrían convocar elecciones por su cuenta.

Valentín Ferraz, progresista, jefe de gobierno en 1840.
 
La constitución dispone que cada cámara establece sus propios reglamentos (art. 29). Además, el congreso nombra a su propio presidente y vicepresidente (art. 30). Se establece un quórum de la mitad más uno de los miembros de ambas cámaras para que se pueda votar (art. 38), las leyes deben ser aprobadas en cada una de ellas. En cuanto a las leyes relativas al a contribuciones y crédito público el congreso se reserva el derecho de anular las alteraciones que haya dispuesto el senado, antes de que el texto sea enviado al rey (art. 37). Si una ley no era aprobada en una cámara o el rey la vetaba, ésta ya no podía votarse dentro de la misma legislatura (art. 39).
Una vez convocadas, las cámaras debían debatir por separado y no podían hacerlo en presencia del rey (art. 34). Tampoco podían actuar una de las dos cámaras si la otra no estaba reunida, salvo cuando el senado ejerciese su función judicial sobre los ministros (art.33). El texto constitucional consagra así mismo la publicidad de las sesiones (art. 35) salvo casos excepcionales y la inviolabilidad de los legisladores (art. 41 y 42).

En septiembre de 1840, tras un breve gobierno interino de Modesto Cortázar, se encargó al progresista Vicente Sancho formar gobierno. Después de él Espartero regresó a la presidencia y María Cristina fue depuesta como regente.
 
Por último, el Título V deja en manos de las Cortes tomar juramento al rey o al regente. Elegir a éste último y determinar quién es el heredero en caso de duda en el orden de sucesión (art.40). También corresponde a las Cortes fijar la dotación para el rey y su familia al inicio de cada reinado (art. 49). Además debían conceder una autorización especial al monarca (art. 48) para que éste pudiese ceder o enajenar parte del territorio español y ratificar las alianzas y tratados comerciales que él firmase, o simplemente para que abdicara en su sucesor. También debía ser autorizado el matrimonio del rey junto el de quienes perteneciesen a la línea sucesoria. Las Cortes podían excluir a de ésta a quienes se manifiesten incapaces de gobernar o por sus actos no mereciesen la corona (art. 54). Por último, en prevención por las desastrosas consecuencias que acarreó el penoso arresto de Fernando VII en Bayona en 1808, gracias al cual se posibilitó la rápida invasión de España por los ejércitos de Napoleón, las Cortes debían autorizar al monarca a que abandonase el país y a que permitiese a tropas extranjeras penetrar en el reino.

Isabel II, reina de España entre 1833 y 1868.
 
El Título VI “El Rey” fija muy brevemente las competencias del monarca quien sanciona y promulga las leyes (art. 40), así como se ocupa de expedir decretos, conceder indultos, nombras y cesar a ministros y empleados públicos, cuidar de la fabricación de la moneda, disponer de las fuerzas armadas, declarar la guerra y firmar la paz, dirigir las relaciones diplomáticas y supervisar las inversiones de fondos públicos (art. 47). Simbólicamente también le corresponde velar por el cumplimiento de la justicia en el reino.
La persona del rey, además de “sagrada e inviolable”, no está sujeta a responsabilidad legal. Ésta la sumen los ministros. Por increíble que parezca, este principio, recogido en el artículo 44, con muy pocas variaciones han llegado hasta la constitución de 1978.
Los títulos siguientes, VII y VIII regulan la sucesión al trono y la regencia. Se les puede considerar el producto del contexto social que atravesaba el país, en guerra civil por un pleito sucesorio y con una menor de edad por reina, pues en circunstancias normales, estos temas se hubiesen reducido a un par o tres de artículos, sin llegar en ningún caso a tener un título propio.

Mapa con las principales expediciones de la primera guerra carlista (1833-1840)
 
El artículo 50 consagra explícitamente a Isabel II como heredera al trono de España. Sus descendientes constituyen la línea legal de herederos al trono, concepto muy importante porque subyuga a la monarquía a la ley como una institución más, sin tener ya fundamentos divinos. Los siguientes artículos establecen un sistema de sucesión basado en la edad y la preferencia por los varones, sin excluir por ello a las mujeres de derecho al trono, tal como hacían las antiguas Partidas Castellanas de Alfonso X.

Infante don Carlos (V) de Borbón, pretendiente al trono de España
 
Llaman poderosamente la atención los artículos 53 y 55. El primero dispone que si la línea de sucesión legal se extinguiese, las Cortes buscarán una nueva línea “como más convenga a la Nación. Al ligarse la sucesión a preceptos legales y no puramente dinásticos, las Cortes adquieren la posibilidad de buscar al mejor monarca posible en caso de que quedase vacante el trono sin herederos, así como de excluir a todos los candidatos que no fuesen apropiados, principalmente el infante don Carlos y sus descendientes.
El artículo 55, por su parte, establece que “cuando reine una hembra, su marido no tendrá parte ninguna en el gobierno”. Resulta llamativo porque la constitución limita los poderes del rey consorte, sin establecer un artículo análogo para limitar los de la reina consorte, cuando reine un varón.

Imagen de una batalla entre fuerzas carlistas y liberales.

La mayoría de edad del rey se establece a la temprana edad de catorce años (art. 56), hasta esa edad una, tres o cinco personas, según determinen las Cortes, pueden ejercer la regencia (art. 57) con toda la autoridad del monarca (art. 59). Provisionalmente, se establece que el padre o la madre del rey menor ejerza este cargo. Se refunden de este modo lo establecido para la regencia en la constitución de Cádiz y en el Estatuto Real. Mediante este artículo la reina María Cristina pudo desempeñar la regencia hasta 1840 y, cuando fue derrocada, por el general Espartero.
El artículo 60 diferencia además la figura del regente de la del tutor del rey, quien debe velar por la educación del monarca hasta que sea mayor de edad. Este cargo puede ser designado por el rey en su testamento, por las cortes, o de forma provisional por el padre o la madre del rey niño si se mantiene viudo.

Tras el abrazo entre los generales Maroto y Espartero en Vergara, las fuerzas carlistas de Navarra y País Vasco depusieron las armas en 1839. Apenas un reducto de fuerzas al mando del general Cabrera prolongó el conflicto un año más en Catalunya.
 
Esta imposición resulta irónica en el caso de la reina regente quien siguió desempeñando sus funciones, pese a haber contraído matrimonio morganático y secreto con un oficial de su guardia el mismo año de la muerte de Fernando VII. La diferenciación entre regencia y tutor supone una notable diferencia respecto al texto del Estatuto Real que tan sólo hablaba de “cuidadores del rey” para referirse a ambas funciones. Únicamente, el padre o la madre del rey podían ejercer simultáneamente la regencia y la tutoría, de modo que, al acceder a la regencia el general Espartero en 1940 la tutoría de la reina se encargó al abogado y político Agustín Argüelles Álvarez.

Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, sargento de la guardia real, después de su matrimonio secreto con la reina María Cristina, se convirtió en duque de Riánsares. La pareja tuvo ocho hijos, durante muchos años desconocidos para la nación.

El breve Título IX recoge que los ministros deben refrendar los actos del rey (art. 61), además pueden ejercer simultáneamente la función de diputado o senador (art. 62). Históricamente, los consejos de ministros presididos por un hombre fuerte dirigieron los actos de gobierno, primero bajo María Cristina y después bajo su hija Isabel II, quienes refrendaban sus decisiones de un modo casi simbólico. En cambio, los gabinetes más débiles quedaron subyugados al poder real.

Isabel II, proclamada mayor de edad con 14 años, según establecía la Constitución de 1837.
 
El Título X dispone la organización del poder judicial. Los tribunales quedan encargados de aplicar las leyes (art. 63) y administrar justicia en nombre del rey (art. 68). Se impide la deposición arbitraria de un juez cuya independencia e inviolabilidad queda consagrada en el artículo 66, también se consagra la publicidad de los procesos criminales (art. 65). Por último, se establece, en el artículo 67, la responsabilidad personal de todo quebrantamiento de la ley que comentan.
El título es incompleto y poco detallado más allá de consignas ideológicas. De hecho remite a futuras leyes (art. 64) para organizar la estructura de los tribunales españoles.

Tras disasociarse de la regencia, el general Espartero encargó al progresista Joaquín María Ferrer formar gobierno en 1841.

Se realiza un esbozo del funcionamiento de las diputaciones provinciales y los ayuntamientos en el Título XI. En principio se consagra que la efectividad democrática de estos organismos, sin embargo, se permite a futuras leyes determinar los requisitos. Merece la pena señalar, que la caída de la regencia de María Cristina se precipitó cuando trató de implantar una ley de municipios que, a efectos prácticos, le permitía nombrar a los alcaldes a dedo, jugada con la que pretendía frenar el pujante poder institucional que ganaban los liberales progresistas.

José Ramón Rodil Campillo, progresista, jefe de gobierno entre 1842 y 1843.
 
El Título XII, titulado genéricamente "De las contribuciones", recoge la obligación del gobierno de presentar, ante las Cortes, una ley anual de Presupuestos que recoja ingresos y gastos del estado. Mediante la aprobación de esta ley se impide que los impuestos puedan disponerse de forma arbitraria (art. 73 y 74). También se establece que la deuda pública quede sometida a un régimen especial. De este modo, se evita que la corona juegue con ella por su cuenta y a menudo, como había sucedido hasta entonces, de forma perjudicial para el país.

Don José María López, progresista, presidió un gobierno diez días en mayo de 1843.

Los artículos 76 y 77 componen el Título XIII, el último de la constitución, que regula a las fuerzas armadas. Según establecen, las Cortes a propuesta del rey fijan cada año un ejército regular permanente. Paralelamente, se crea oficialmente una Milicia Nacional en cada provincia como complemento al ejército, con unas funciones entre policiales y militares, muy similares a las que, más adelante, desempeñaría, la guardia civil.

Álvaro Gómez Becerra, progresista, último jefe de gobierno bajo la regencia de Espartero.

Dos artículos adicionales cierran el texto con carácter apendicular. El primero asienta las bases para una ley que recoja el funcionamiento del jurado popular. El segundo se limita a señalar que las provincias de Ultramar se regirán por leyes especiales, diferentes a las del resto del reino.

María Luisa Fernanda de Borbón, hija menor de Fernando VII y María Cristina de Borbón.
 
En síntesis, se puede decir que la Constitución de 1837 se caracteriza por un perfil liberal típicamente decimonónico. Asienta las bases del estado institucional moderno y garantiza una serie de derechos y libertades en su Título I. También establece en su artículo 1 quién es español por nacimiento y quién adquiere la nacionalidad por derivación, introduciendo así el concepto moderno de nacionalidad. A pesar de estos avances en derechos y libertades, el Estado se aseguró la posibilidad de suprimir la mayoría de las libertades que concedía mediante el uso de la ley. Esto posibilitó que los gobiernos se revistiesen de toques autoritarios, con frecuencias. En cuanto la cuestión religiosa del país, el artículo 11 estableció la obligación de la nación de la fe católica, que se define como "la que profesan los españoles". Una muestra clara del raigambre liberal de la constitución se aprecia en su artículo 4 que reclamaba un mismo derecho para todos los españoles, con la consiguiente abolición de los derechos forales.

General Ramón María de Narváez, moderado, siete veces jefe de gobierno bajo el reinado de Isabel II, bajo su primer gobierno se aprobó la Constitución de 1845.

Como todas las constituciones, la de 1837 fue incumplida y transgredida con frecuencia. Al acabar la desastrosa regencia de Espartero de forma abrupta, en 1843, cuando el ejército depuso su autoridad, las voces del liberalismo moderado que pedía una reforma de la carta magna se fortalecieron. Ese mismo año, con 14 años la reina fue proclamada mayor de edad. Un año después daba comienzo el trámite parlamentario para reformar la constitución.


Bibliografía Consultada

ESCUDERO, José Antonio. Curso de historia del derecho. Solana e hijos. Madrid. 2012
JULIÁ, Santos; PÉREZ, Joseph; VALDEÓN, Julio. Historia de España. Austral. Pozuelo de Alarcón (Madrid). 2008.
KELSEN, Hans. Teoría general del Estado. Comares. Granada. 2002.
NAVAS CASTILLO, Antonia; NAVAS CASTILLO, Florentina. El Estado Constitucional. Dykinson. Madrid. 2009.
TORRES DEL MORAL, Antonio. Constitucionalismo histórico español. Universitatis. Madrid. 2012.
TORRES DEL MORA, Antonio. Estado de derecho y democracia de partidos. Universitatis. Madrid. 2012.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Apuntes: Unamuno, "Don Sandalio jugador de ajedrez" o la ambigüedad del ser

"También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días."
Jorge Luis Borges, Ajedrez

Portada de Don Sandalio, jugador de ajedrez, de don Miguel Unamuno.


Unamuno, ególatra como pocos, vivió angustiado por la inmortalidad de su ser y la definición del mismo. Decía que la identidad se divide en cuatro yo: el yo que los demás creen que somos, el yo que pretendemos que los demás crean que somos, el yo que creemos que somos, y el yo que realmente somos.
Su novela breve, o nívola como él llamaba a sus obras, Don Sandalio, jugador de ajedrez (1930) aborda esta idea de la diversidad de identidad de un mismo individuo. Su texto se compone de una serie de cartas del narrador, quien en apariencia se identifica con el propio Unamuno, dirigidas a su “querido don Felipe”. El ficticio epistolario, fechado entre verano y finales de año de 1910, recoge la relación del narrador con don Sandalio, un hombre a quien conoce en el casino y con quien mata el tiempo jugando al ajedrez. La relación entre ambos se describe como de mera cortesía, más allá de intercambiar los saludos antes de sentarse frente al tablero, no se dicen prácticamente nada. Sin embargo, don Sandalio en ocasiones se ausenta del casino, hasta que terminará por no volver.

Miguel de Unamuno (1864-1936).
 
Durante las ausencias, el narrador va descubriendo inquietantes informaciones, siempre incompletas y muy sesgadas, sobre su contrincante. Lo primero que descubre es que don Sandalio ha perdido a un hijo, después que está en la cárcel y por último que ha muerto en la cárcel. Finalmente conoce al yerno del misterioso personaje, quien le asegura que el padre de su mujer sentía por él un tierno afecto y que valoraba en gran medida sus consejos. Tales palabras dejan desconcertado al narrador. No sólo le sorprende que don Sandalio, con quien tan poco había hablado, lo apreciase tanto, es que no recuerda haberle aconsejado nunca nada. Sin embargo, parece que por fin podrá saber quién era rival sobre el tablero, que motivos lo llevaron a prisión y de qué murió allí, pero en ese momento, para sorpresa del lector, se niega a saber.
El narrador hace tiempo que ha comprendido que no echa de menos a don Sandalio, sino a “mi don Sandalio”, a la imagen que había construido en su cabeza sobre el hombre real. Las últimas cartas de la nívola recogen las quejas del narrador a don Felipe a quien le reprocha su insistencia para que escriba una novela sobre esta historia.

Unamuno en su escritorio.
 
Como en toda obra el autor bilbaíno, los rasgos autobiográficos están bien presentes, después de todo Unamuno siempre escribió hacia adentro, tanto en el narrador cuya persona se asimila a la del autor, como en el propio don Sandalio, más sutil en este último, especialmente en el rasgo de la pérdida del hijo. Sin embargo, la historia de don Sandalio proviene en su mayor medida de la imaginación, no de una anécdota vivida. En su epílogo, Unamuno aborda la cuestión de identidad, empezando por la del propio narrador a quien hasta el momento se ha dado por sentado que era la misma persona que él. Después aborda la cuestión de don Sandalio ¿quién es en verdad? ¿realmente tiene una identidad? Incluso plantea al lector si realmente existe don Felipe.


Monumento conmemorativo a Miguel de Unamuno en Salamanca.

La cuestión va mucho más allá del juego de espejos cervantino, la identidad se convierte en un enigma de tanta profundidad filosófica como los planteamientos de Kant, Schopenhauer o Kierkegaard, sólo que expuestos con sencillez. ¿El hombre existe en sí mismo o se reduce a una proyección de quien lo observa? ¿Es un compendio de proyecciones? ¿Tiene una identidad en sí mismo, una sustancia propia? Unamuno parece decantarse por una definición ambigua de la identidad del ser, dependiente de la percepción ajena. Si bien, en la línea de Schopenhauer, esto no impide al “yo” haberse creado su propia visión del mundo, imagen que depende de él y que con él habrá de desaparecer, si la inmortalidad no existe.
No obstante, junto al enigma filosófico de ser, la historia de don Sandalio nos muestra un duelo entre dos hombres. Después de todo, cualquier relación entre dos personas es una lucha de estrategia e inteligencia, para conocer de verdad a nuestro interlocutor.

lunes, 11 de noviembre de 2013

El Estatuto Real de 1834



Promulgado el 10 de abril de 1834 en Aranjuez, el Estatuto Real fue el tercer texto constitucional que rigió España. El texto se caracteriza por su brevedad, 50 artículos exactos. Carece de una parte dogmática que recoja los fundamentos ideológicos del Estado. No contiene la menor alusión al concepto de soberanía, ni a la división de poderes. En ningún punto, nombra al poder ejecutivo ni al judicial. La mayor parte de su texto estructura al poder legislativo, al que tampoco alude con ese nombre. Su perfil normativo es altamente incompleto, remite constantemente a reglamentos (Art. 11, 20, 23, 32, 48 y 50) para desarrollar sus normas. También remite (Art. 1, 27, 30 y 34) a leyes de la Novísima Recopilación de 1805. Estos rasgos hacen que muchos constitucionalistas nieguen al Estatuto el rango de constitución.

Portada del Estatuto Real de 1834.

Al margen de la discusión teórica, desempeñó las funciones de una carta magna. Su perfil ideológico queda enmarcado dentro del liberalismo doctrinal. Supuso una clara involución respecto a la Constitución de 1812. No sólo anuló la separación de poderes y reforzó las potestades de la corona, también aumentó las dificultades para formar parte del sufragio pasivo exigiendo, como veremos más adelante, rentas más elevadas para presentarse a las Cortes. Además, la ley electoral a la que remite su artículo 13 estableció un sufragio activo censatario basando igualmente en rentas.

Fernando VII y su cuarta esposa, María Cristina de Borbón

Como ya hemos visto, los juristas dividen las cartas constitucionales del S.XIX entre impuestas por el pueblo, otorgadas por la corona, y pactadas. Así como la Constitución de 1812 y el Estatuto de Bayona se sitúan con claridad en esta clasificación, el Estatuto de 1834, dada la difícil situación política de España resulta más complejo de definir. El consenso general entre los entendidos lo etiqueta como carta magna otorgada por la corona. Sin embargo, no se puede decir que la iniciativa del texto partiese de María Cristina de Borbón.
El país se encontraba inmerso en los inicios de la primera guerra carlista (1833-1840) que duraría más que el Estatuto Real. Para defender los derechos de su hija Isabel II, frente a su tío, el pretendiente Carlos (V) María Isidro, la reina regente tuvo que ganarse el favor de los liberales. Empezó por encargar formar gobierno a Francisco Martínez de la Rosa, escritor ilustrado y liberal doceañista que había participado activamente en la redacción de la Constitución de Cádiz. Su perfil moderado garantizaba una cómoda y pausada transición del absolutismo a la monarquía constitucional.


Francisco Martínez de la Rosa, presidente del consejo de ministros entre 1834-1835.

La reina institucionalizó para él el cargo de presidente del consejo de ministros que asumía las funciones de presidencia y coordinación de los ministros y de los secretarios de despacho (hasta entonces llevadas a cabo por el ministro de Estado), junto con otras atribuciones propias. Sin embargo, su dependencia del poder regio impide que, durante esta etapa, se pueda considerar al presidente del consejo como director de la política nacional.

José María Queipo de Llano, sucesor de Martínez de la Rosa.
 
Martínez de la Rosa, a cuyo ministro de Fomento, Javier de Burgos, debemos la creación del sistema provincial que con contadas modificaciones ha llegado hasta nuestros días, pidió a la reina la aprobación de algunas medidas concretas (tales como la abolición definitiva de la inquisición), así como de una carta constitucional, requisito imprescindible, para aceptar el encargo de formar gobierno. Las circunstancias no permitían a María Cristina oponerse, de modo que aceptó promulgar el Estatuto y las demás medidas que se requirieron. Ni mucho menos puede decirse que la corona saliese perdiendo, al contrario, mantuvo amplias prerrogativas, como vamos a ver. Sin embargo, evaluado el contexto histórico en su conjunto, el Estatuto Real parece más una carta pactada que otorgada.

Carlos (V) María Isidro, primer pretendiente carlista al trono de España.

Se divide en cinco títulos. El primero de los dos artículos que componen el Título I consagra la convocatoria de las Cortes por Su Majestad la Reina Gobernadora. Se trata de un artículo de presentación, pues, no está redactado en abstracto sino en la persona concreta de María Cristina. El artículo dos es muy importante dado que divide a los legisladores en dos estamentos: próceres y procuradores.
Dentro de la pobreza jurídica del Estatuto, su única herencia duradera fue la inauguración del sistema bicameral en España, heredado posteriormente por todas las constituciones con la excepción de la de 1931. Si bien, el texto no recoge propiamente las denominaciones de “senado” y “congreso” (ni de “senador” o “diputado”) determina (Art. 47) que “cada estamento celebrará sus sesiones en recinto separado”.

Don Miguel Ricardo de Álava, primer progresista llamado a formar gobierno (1835).
 
Los dos títulos siguientes establecen respectivamente cómo se adquiere el estatus de prócer y procurador. Los primeros pueden ser natos o bien ser nombrados por el rey (Art. 7). Su número es ilimitado (Art. 9). Una vez concedida su dignidad, ésta es hereditaria y únicamente puede perderse a causa de la sentencia de un tribunal que imponga pena infamatoria.
Basta con ser obispo o arzobispo para ser prócer (Art. 4). También son miembros natos los Grandes de España que gocen de una renta anual de 200.000 reales, no estén sometidos a un proceso criminal, no sean súbditos de otra potencia, ni sus bienes hayan sido objeto de intervención alguna (Art. 5). Los próceres que sean nombrados por el monarca y que posean Título de Castilla –sin ser grandes de España- deben reunir unos requisitos prácticamente idénticos a los de ellos (Art. 8). También son candidatos a prócer por nombramiento real los terratenientes y propietarios de fábricas que hubiesen ejercido de procurador y posean una renta anual de 60.000 reales (Art. 35), así como cualquier erudito sobresaliente en su campo que goce de una renta anual de 60.000 reales, en su caso, propios o del Erario.

Álvarez Mendizábal, presidente del consejo de ministros entre 1835 y 1836.

Una vez convocadas las Cortes el Rey nombra un presidente y un vicepresidente del estamento de los próceres (Art. 12). La cámara o Estamento de los próceres, compuesto de la nobleza y el alto clero, reforzaba todavía más los poderes de la corona que gozaba de la potestad de nombrar a la mitad de de los legisladores de las Cortes, quienes por su procedencia social, compartían los intereses del Rey, y se mostraron siempre poco propicios a las reformas profundas.
Los procuradores, en cambio, ven sus potestades limitadas a un mandato de como mucho tres años, si el Rey no disuelve antes las Cortes. Para ser elegido procurador por una provincia, se debía disponer de una renta anual de 12.000 reales, ser nacido en la provincia, haber residido en ella los últimos dos años, o bien poseer en ella un predio rústico o urbano. La permisividad del sistema permitía presentar simultáneamente una candidatura en más de una provincia. En caso de ser elegido por más de una, el procurador debía elegir a cuál de ellas representaba en las Cortes, cediendo los demás escaños que hubiese obtenido a otros candidatos.

Francisco Javier Istúriz, sucesor de Mendizábal, último jefe de gobierno bajo el Estatuto de 1834.
 
Aunque se reúnan los requisitos nombrados, el artículo 15 no permite presentarse a procurador a quienes se hallen procesados criminalmente, hayan sido condenados a pena infamatoria, ni a quienes sufran alguna “incapacidad física, notaria y de naturaleza permanente”.
El Título IV regula la reunión de los procuradores. No establece una regulación minuciosa, para ésta remite a reglamentos. No obstante, limita (Art. 21) la posibilidad del Rey para nombrar presidente y vicepresidente de este estamento a cinco candidatos elegidos por los propios procuradores.
Cierra el Estatuto el Título V, un verdadero cajón de sastre donde se recogen todo tipo de materias.
Los artículos del 24 al 30 y del 37 al 43 regulan superficialmente las relaciones entre el Rey las Cortes. El monarca puede convocarlas y disolverlas a voluntad. Las abre en persona o delega esa función en el presidente del consejo de ministros. En el caso de que las suspenda, cuando vuelva a convocarlas, se reunirán las cortes constituidas en el momento de la suspensión. Las Cortes se reúnen siempre que suceda un hecho grave que requiera de su actuación. Se convocan después de la muerte del Rey para jurar fidelidad al nuevo monarca. Si éste fuese menor de edad, como sucedía en 1834, jurarán fidelidad a “los guardadores del Rey niño”. El Estatuto abre así la puerta, tímidamente, a una regencia múltiple.

José María de Calatrava, presidente del consejo de ministros entre 1836 y 1837, con la Constitución de Cádiz en vigor.
 
Los artículos del 31 al 33 establecen que las Cortes sólo pueden deliberar sobre aquellos asuntos que se les encarguen por Decreto Real, aunque pueden elevar peticiones al Rey para que emita un Decreto Real sobre un tema en concreto. En consecuencia el monarca, además de reservarse en última instancia el derecho de vetar cualquier ley aprobada, asumía toda la iniciativa legislativa. Para ser sancionada por el Rey, toda ley debía ser aprobada por ambos estamentos.

María Cristina de Borbón y Dos Sicilias, regente de España entre 1833 y 1840.
 
Los tres artículos siguientes (34, 35 y 36) determinan que los tributos deben ser aprobados por las Cortes para recaudarse. Las recaudaciones caducan a los dos años, a menos que su aprobación  renueve. Los secretarios de despacho deben explicar a las Cortes los impuestos que les solicite el consejo de ministros. Por su parte, el ministro de Hacienda les presentará “el presupuesto de gastos y medios de satisfacerlos”.

Isabel II durante su minoría de edad.
 
Los artículos del 45 al 50 consagran el funcionamiento diferenciado de cada estamento, la publicidad de sus sesiones, la imposibilidad de que las Cortes actúen con un único estamento convocado, la inviolabilidad de próceres y procuradores por sus opiniones y votos, así como la obligación del monarca de convocar nuevas Cortes antes del término de un año después de haber disuelto las anteriores.
El Estatuto Real apenas duró dos años. Con toda probabilidad, sus propios impulsores, los liberales moderados, no lo concibieron con una viabilidad a largo plazo, sino como un arreglo provisional. Sin embargo, nadie esperaba su precipitado final el 12 de agosto de 1836, cuando se produjo el “Motín de la Granja”.

Grabado que escenfica "El Motín de la Granja".
 
Esa fecha, un grupo de oficiales de la guarnición de Segovia asaltó el palacio de veraneo de la familia real y obligó a la reina regente a restablecer la Constitución de Cádiz. El suceso se quiso vender como un acto revolucionario nacido de la voluntad popular, pero en realidad, como muy bien refleja Galdós en el Episodio Nacional De Oñate a la Granja, fue más bien patético. Los oficiales no tenían demasiado claro por qué realizaban el pronunciamiento. Toda la trama fue un gran montaje urdido por Mendizábal quien sobornó a los golpistas. El ex presidente del consejo de ministros pretendía (y lo consiguió) destruir políticamente a su sucesor, Istúriz, al que culpaba de que le hubiesen apartado del poder.

General Baldomero Espartero.
 
Fuese como fuese, el Estatuto Real murió con poco más de dos años de vida. La nueva implantación de la Constitución de 1812 tampoco prosperó. Importantes artículos del texto fueron adulterados para no perjudicar al poder de la regente, especialmente aquellos que impedían el establecimiento de una regencia unipersonal. Apenas unos meses después de su aprobación, María Cristina de Borbón encargó formar gobierno a José María de Calatrava y llamó a Cortes Constituyentes, de éstas surgió la Constitución de 1837. Poco después de aprobarse la nueva carta magna, cayó el gobierno Calatrava y la regente nombró presidente del consejo de ministros al general Espartero.


Bibliografía Consultada

ESCUDERO, José Antonio. Curso de historia del derecho. Solana e hijos. Madrid. 2012
JULIÁ, Santos; PÉREZ, Joseph; VALDEÓN, Julio. Historia de España. Austral. Pozuelo de Alarcón (Madrid). 2008.
KELSEN, Hans. Teoría general del Estado. Comares. Granada. 2002.
NAVAS CASTILLO, Antonia; NAVAS CASTILLO, Florentina. El Estado Constitucional. Dykinson. Madrid. 2009
TORRES DEL MORAL, Antonio. Constitucionalismo histórico español. Universitatis. Madrid. 2012
TORRES DEL MORA, Antonio. Estado de derecho y democracia de partidos. Universitatis. Madrid. 2012
http://www.google.es/url?sa=t&rct=j&q=&esrc=s&source=web&cd=1&ved=0CC8QFjAA&url=http%3A%2F%2Fwww.unav.es%2Fconstitucional%2FMateriales%2FEstatuto%2520Real%2520de%25201834.pdf&ei=58gqUqOdJ9Dy7Ab85YHQBw&usg=AFQjCNHf67kbiJ1ZdNcpry4ZaBL1ui7f6A&sig2=bN1sVirHMFFqV-o2FlZP_w&bvm=bv.51773540,d.ZGU 

lunes, 28 de octubre de 2013

Temporis (Del tiempo)


Sucede en ese momento
cuando el aire espesa su inmaterialidad y te envenena.
Un dolor de asfixia te saja los pulmones.
Tu sangre, aguada de angustia, palidece tu rostro
y la blancura enfermiza, como una infección
contagia sus colores por tu piel, mientras la esencia de tu vitalidad
se deshace entre temblores.

¿Recuerdas de cuando te hablo?
Porque sé que lo has vivido, y sabes que también a mí me ha sucedido.
Pero ignoras cuantas veces, torturado de aburrimiento
lo he pensado
                           y he visto
tu cuerpo profanado por el miedo
mendigar una bocanada de aire.

Pero hasta cuando el dolor te hiere, tu irresistible sensualidad
satisfecha de su sometimiento a las voluntades que ha dominado
sigue su búsqueda
                                hacia un placer mayor
que cuantos atesora tu memoria.

Entonces, desde el otro lado de mi ensoñación
entiendo que no podría ayudarte. Si viese de verdad ese momento, sé
como la hemólisis de la empatía oxidaría todo mi cuerpo,
como estallarían mis dedos paralizados
al tocar la viscosa efervescencia del dolor sudado sobre tu piel,
como se cegarían mis ojos y mi pulso se detendría
sólo para recordarme la asquerosa impotencia
de que el Cosmos (como el Estado) no admite la sustitución ni la indulgencia
al imponernos sus castigos.

Es cuando te imagino así que algo me revela
casi como un secreto
que como las hechiceras del Ganges ingirieron venenos
para fabricar con su propia sangre la cura
tú usas tu alma de instrumento
para componernos palabras sanadoras
con las que alcanzamos una paz
                                                   efímera, un nirvana de unos pocos minutos
junto a ti, a lo largo de esas horas desechadas
en charlas, infusiones y bebidas…
No te importa para lograr esto que la experiencia
haya hecho de tu cuerpo albergue para toda forma de dolor.

Quizá por tu inconsciente valentía, incluso en tu debilidad
percibo la consolidación de tu belleza.
Una belleza fuerte
igual que la sufrida esponja zarandeada por las corrientes
no teme verse deshecha contra los guijarros de la playa.
Acepta su esencia, su elemento.
Entiende el material de su destino y no reniega de él.
Porque incluso sobre al ácido del vómito, la luz
cuando quiere
                        hace brillar los púrpuras del alba
¿qué tonos aún desconocidos no reflejará esa aleación de agua y plata que es tu cuerpo
cuando la luz acaricie su materia?

10 de julio de 2013
Eduard Ariza

jueves, 24 de octubre de 2013

Constitución de Cádiz (III)

Para terminar el comentario de la carta magna gaditana, nos queda por comentar el funcionamiento de la justicia, hacienda, el ejército y el procedimiento de reforma constitucional que estableció, no sin hacer también una pequeña valoración histórica de su aplicación.

La compresión de la estructura de los Tribunales en la Constitución de 1812 requiere de comprender cuál era la situación jurídica de España hasta el momento. Por ello, antes de abordar en análisis del Título V deberíamos fijar algunos antecedentes.
 
Constitución de 1812.

A grades rasgos, la evolución histórica del derecho en la Península se caracteriza por dos fases. En el periodo medieval, convivían en los diferentes reinos que luego formarían España tres grandes tipos de legislaciones: la municipal o territorial que bien podía tener su origen, según el caso, en los dictados de un concejo vecinal como en la voluntad de un noble con potestad jurisdiccional; la legislación real, aprobada por la Corona; y, por último, el denominado Derecho Común, un intento de unificar el derecho en los reinos cristianos basado en derecho romano justinianeo que impulsaron los Emperadores del Sacro Imperio Germánico y el Papa.
Muy poca o ninguna acogida tuvo éste último que llegó a prohibirse en la mayoría de los reinos peninsulares. En contra de lo que a primera vista se pueda pensar, el derecho foral o municipal prevalecía sobre el derecho regio, subsidiario respecto al primero, al menos inicialmente. Tal situación convertía a los reinos peninsulares en un puzzle irresoluble de diferentes jurisdicciones, en especial en Navarra y los reinos que integraban la Corona de Aragón.

 
Las Siete Partidas derecho regio de Alfonso X el Sabio.

No obstante, la consolidación del poder del rey contribuyó a las iniciativas para unificar el derecho, como el Ordenamiento de Alcalá (1348), el Ordenamiento de Montalvo (1484) o el Fuero de Aragón. Finalmente se adoptó el sistema de las compilaciones, un método previo a la codificación de leyes que básicamente consistía en recoger todas las normas aprobadas en un reino. El tamaño que alcanzaban, además de la acumulación de contradicciones internas, las volvía inutilizables. La primera Compilación es del S.XVIII. En 1805, justo cuando Napoleón sancionaba el Código Civil Francés, en España Carlos IV aprobaba la Novísima Recopilación.
La necesidad de modernizarse e implantar un sistema legal codificado se recoge, dentro de la Constitución de 1812, en el artículo 258. Por desgracia, esta no se produjo, sino con mucha lentitud. España no tuvo Código de Comercio hasta 1820, Código Penal hasta 1870, y Código Civil hasta 1888. El retraso en el último, que en la mayoría de países suele ser el primer en aprobarse, se explica por las continúas desavenencias con los derechos forales muy consolidados en diferentes territorios. A pesar de lo cual, los liberales,siguiendo su esquema del estado unitario, querían hacer desaparecer.

 
Novísima Recopilación aprobada por Carlos IV en 1805.

En el capítulo primero del Título V se reserva para los tribunales todo lo que se refiere a funciones judiciales (art. 242-246), pero ninguna otra. Todos los españoles dependen de la misma jurisdicción, salvo los militares (art. 250) y los eclesiásticos (art. 249). Estos últimos, además, podrán ejercer el recurso de fuerza (art. 266), es decir, ser juzgados por un tribunal ordinario después de haber sido sentenciados por uno eclesiástico.
Para ser nombrado juez por el rey a propuesta del Rey se requiere ser español por nacimiento y mayor de veinticinco años (art. 251). Los jueces son responsables de las faltas que puedan cometer en el ejercicio de sus funciones (art. 254) en especial de aceptar sobornos (art. 255). El Consejo de Estado es su supervisor (art. 253), lo que no priva a ningún juez del derecho a no ser suspendido sin sentencia en su contra (art. 252).

 
Navarra, como Galicia, País Vasco, Cataluña, Valencia y las Baleares sigue conservando hoy en día su propio derecho foral.

Por lo que se refiere a la estructura jerárquica del poder judicial, en la cima se sitúa el Tribunal Supremo, máximo organismo judicial donde se dirimen procesos de causas particularmente graves y las últimas instancias, además es el máximo intérprete de las leyes (art. 261), sin tener por ello funciones de control constitucional. Para un organismo así en España habrá que esperar a 1931. El imperio se divide en audiencias como tribunales de apelación o segunda instancia (art. 263 al 270). En particular se amplían las competencias de las audiencias de Ultramar para que no dependan del Tribunal Supremo en cuestiones de particular urgencia (art. 268).
Los capítulos dos y tres del Título tratan de aportar una legislación básica en materia civil y criminal. De nuevo nos encontramos ante un exceso para un texto propiamente constitucional, pero debemos recordar que estamos ante una gran transición hacia un sistema procesal moderno. Algunos puntos son extraordinariamente revolucionarias.
 
Código Civil de España (1888).

En el derecho civil se introducen cuestiones como el arbitraje (art. 280) y la conciliación (art. 282) ejercida ésta última por “el alcalde y dos hombres buenos” nombrados por las partes (art. 283) y las tres instancias (art. 285) en el proceso civil. Respecto a la justicia criminal, se introducen las medidas cautelares como el arresto preventivo (art. 289) o la fianza (art. 294-296), las garantías de no ser procesado sin causa ni información (art. 287, 288 y 300), garantías de un proceso público (art. 302) y la inviolabilidad del domicilio (art. 306).
A la sombra de las tesis de Beccaria y destacados filósofos ilustrados, los legisladores de Cádiz se muestran poco partidarios de la brutalidad en las penas. Por ello imponen unas condiciones sanitarias y de habitabilidad para los centros penitenciarios (art. 298), el derecho de un preso a recibir visitas (art. 299) y la abolición de la tortura (art. 303). Tampoco se permiten la pena de la confiscación de bienes (art. 304) ni la extensión a familiares de una condena por mero lazo de sangre (art. 305).


 
Cesare, marqués de Beccaria (1738-1794), primer gran teórico sobre la rehabilitación de los condenados en el sistema penal.

Todo lo que se refiere a contribuciones se regula en el Título VII. Los impuestos deben ser aprobados por las Cortes (art. 338 a 344), si bien en estrecha colaboración con el Rey quien podrá formular sus objeciones a través del Secretario de Despacho de Hacienda. Mediante este procedimiento se impide que la Corona, cualquier noble o concejo municipal realice recaudación arbitrarias. 
Para la regulación del dinero público se establece una Tesorería general para todo la Nación (art. 344) que junto con la prohibición de aduanas internas (art. 354) asienta un único mercado en todo el imperio. Una vez más, se ve con claridad, que como todos los liberales, los legisladores de 1812 concebían el Estado desde el centralismo.
Como instrumento de control de Hacienda se rescata una institución medieval, la Contaduría mayor de Cuentas (art. 350), a modo de auditor de sus gestiones. Los orígenes de esta institución se remontan a antes de las Cortes de Toledo (1488), si bien fue a partir de la celebración de éstas cuando se consolidó como el supervisor de la Contaduría Mayor de Hacienda. Para entendernos, vendría a ser una especie de primitivo Tribunal de Cuentas. Como medida de control complementaria, se ordena la publicidad de las cuentas relativas a la gestión de Hacienda y del Tesoro Público en circulares (art. 352).
Por último el Título pone bajo salvaguardia legal la Deuda de la Nación (art. 355), a fin de que la Corona no pueda, como venía sucediendo hasta entonces, gestionarla sin control y a menudo con peligrosa imprudencia.
 
 Uno de los reglamentos de la Contaduría mayor de Cuentas

Las Cortes de Cádiz limitaron también los poderes de la Corona en materia militar. Hasta el momento el ejército había sido gestionado –como casi todo- por el Rey. Para empezar se limita la fuerza militar permanente a la que fijen las Cortes cada año (art. 356 a 358). También fijarán las Cortes los reglamentos militares (art. 360).
Ya el Título I la constitución encontramos una mención a lo castrense con la obligación para todo español de defender su país con las armas (art. 9), cuando fuese necesario. Este principio encuentra su desarrollo en el Título VIII donde se estipula que ningún español queda excepto del servicio militar (art. 361) “cuando y en la forma que fuere llamado por la ley”. Además, a fin de profesionalizar a las Fuerzas Armadas, se dispone (art. 361), la creación de Escuelas Militares.
Complementariamente, al ejército y la marina, se establecen las milicias nacionales (art. 362), un cuerpo militar formado por ciudadanos de cada provincia, entrenados para, llegado el caso, actuar como cuerpo castrense de apoyo o emergencia a las Fuerzas Armadas (art. 363 y 364). No obstante, para convocarlas, el Rey requiere el otorgamiento de las Cortes (art. 365).

 
Fernando VII, retrato equestre.

El Título IX, De la Instrucción Pública, constituye el único ejemplo a lo largo de la historia constitucional española en que la educación ha tenido un título propio dentro de una carta magna. La educación prevista por los legisladores constituyentes, de acuerdo la declaración de confesionalidad del país, ya formulada en el artículo 12, impartiría “el catecismo de la religión católica”. Estos gestos no impidieron que los más ultraconservadores, partidarios de la preservación del absolutismo, tachasen la constitución, que pretendía ser conciliadora con el catolicismo, de “obra satánica”.
Cuestión religiosa al margen, los legisladores querían que para 1830 todos los ciudadanos supiesen leer escribir y contar (art. 25.6 y 366) para lo que pretendían crear Escuelas de Primeras letras en todos los pueblos y ciudades.
El artículo 367 fija también que se creen un “número competente de Universidades”. En una nueva muestra de tendencia al centralismo, se establece que su plan de enseñanza será “uniforme en todo el reino” (art. 368) que se establecerá mediante una Dirección general de estudios, bajo la autoridad del gobierno (art. 369), si bien las Cortes deberán aprobar la normativa de enseñanza (art. 370).
El título se cierra con el muy importante artículo 371 que garantiza la libertad de expresión, prensa e imprenta.

 
Grabado del S.XIX, un profesor enseñando a unos niños.

La Constitución se cierra con el Título X que fija los medios para hacerla cumplir y los medios para reformarla. Para empezar, hasta ocho años después de que no se halle vigente en todos los territorios del imperio (art. 375). Llegado el momento, la proposición de reforma de la carta magna deben apoyarla al menos 20 diputados (art. 377) y debe leerse tres veces ante el pleno, con seis días de diferencia cada vez (art. 378) antes de someterse a discusión. Su aprobación requerirá el voto favorable de dos terceras partes de los diputados de las Cortes (art. 380) y ser publicada formalmente (art. 381 y 382).
A modo de conclusión final se puede decir que la Constitución de Cádiz supone una de las cumbres jurídicas del S. XIX. Su espíritu sirvió de modelo para muchas constituciones posteriores que trataron de configurar una monarquía constitucional, capaz de conciliar parlamento, corona y altar, como la francesa de 1830, o la belga (1831), entre otras. Su admiración llegó a tal extremo en el extranjero, que el reino de Portugal y algunos pequeños estados y principados italianos se adoptó prácticamente en su integridad –apenas cambiando las referencias a España y alguna otra minudeza- durante algunos años.
Su influencia, junto con la Constitución de los EEUU, es bien visible en la mayoría de constituciones latinoamericanas. Sin embargo, en este último caso las variaciones son más notables, pues nos encontramos ante una forma de estado republicana.

  Rafael Riego.jpg
General Riego (1784-1823).

Lamentablemente en España, la Constitución apenas llegó a implantarse. Su primer periodo de vigencia, del 19 de marzo de 1812 y el 4 de mayo de 1814, fue bruscamente abolido por Fernando VII. Además, dado el clima de guerra que padecía el país a causa de la invasión francesa, su entrada en vigor fue meramente nominal y no tuvo ninguna vigencia real.
Pese a jurar la constitución, al cruzar la frontera, tras ser puesto en libertad por Napoleón, al llegar a España, el rey se dio cuenta de que tenía suficientes apoyos para entronizarse de forma absoluta. Con el apoyo de las milicias populares, fanatizadas por la guerra, tildó a los constitucionalistas de afrancesados y abolió el marco fijado por la carta magna.

 Lodewijk XVIII.jpg
Luis XVIII, primer monarca de la Restauración Absolutista (1815-1830) en Francia. Reinó hasta su muerte en 1825.

En 1820, apoyados por el general Riego, los liberales obligaron al rey, por medio de un pronunciamiento militar, a jurar la constitución el 7 de marzo. Se inauguró el Trienio Liberal que terminaría el 18 de junio de 1823, cuando las maniobras diplomáticas urdidas por Fernando VII propiciaron que Luis XVIII invadiese España con el ejército conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis. Se trata de la muestra más contundente de actuación de la Santa Alianza, constituida por los monarcas absolutos, después de la caída de Napoleón, para frenar toda nueva implantación de liberalismo.
Restaurado por segunda vez como monarca absoluto, Fernando VII inicia un periodo de represión con los métodos de las dictaduras modernas. La generalización de las ejecuciones en 1824 lo bautizó como “el año del terror”. Tristemente famosas fueron las marchas hacia el cadalso de María Pineda y del propio Riego.

 
1823, el duque de Angulema, sobrino de Luis XVIII, restaura a Fernando VII como rey absolutistas.

Durante el Trienio la implantación de la constitución se hizo más efectiva. Por primera vez, los españoles votaron unas Cortes, aunque se hizo mediante el enrevesado procedimiento que vimos al comentar el Título III. No obstante, el clima de inestabilidad política y la represión social del propio gobierno liberal impidió la implantación de las libertades y derechos que reconocía.
El tercer y último periodo de implantación, el más breve de todos, fue del 13 de agosto de 1836 al 18 de junio del año siguiente. En esta ocasión, gran parte la constitución estaba desfasada, a causa de la pérdida de casi todas las colonias. Su reimplantación vino motiva por un golpe de estado liberal que forzó a la reina regente, María Cristina de Borbón a promulgar de nuevo la constitución gaditana. Sin embargo, desde el primer momento se hicieron cambios en lo establecido para la regencia, a fin de que ella pudiese seguir de regente sine collegis.

 
La reina niña Isabel II, presenta la Constitución de 1837.

Tampoco en esta ocasión se pudieron implantar la mayoría de derechos que recogía la constitución. Pues la guerra civil carlista (1833-1840) lo imposibilitaba. Para colmo, en 1837, se impulsó la redacción de una nueva constitución, con lo que la carta magna de 1812 pasó definitivamente a formar parte de la historia.


 Bibliografía Consultada

ESCUDERO, José Antonio. Curso de historia del derecho. Solana e hijos. Madrid. 2012
JULIÁ, Santos; PÉREZ, Joseph; VALDEÓN, Julio. Historia de España. Austral. Pozuelo de Alarcón (Madrid). 2008.
KELSEN, Hans. Teoría general del Estado. Comares. Granada. 2002.
LUDWIG, Emil. Napoleón. Editorial Juventud. Barcelona. 2006.
NAVAS CASTILLO, Antonia; NAVAS CASTILLO, Florentina. El Estado Constitucional. Dykinson. Madrid. 2009
TORRES DEL MORAL, Antonio. Constitucionalismo histórico español. Universitatis. Madrid. 2012
TORRES DEL MORA, Antonio. Estado de derecho y democracia de partidos. Universitatis. Madrid. 2012
http://eciencia.urjc.es/jspui/bitstream/10115/5883/1/ESTATUTO%20DE%20BAYONA.pdf