lunes, 21 de noviembre de 2016

Memorias de "mi Quijote"


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Para Sofía Laura, el vértigo de mi tristeza

Para mí pensar en El Quijote es pensar en Islandia. Ambas, novela y lugar, permanecerán inseparables en los entresijos de mi memoria hasta que fallezca, porque fue allí cuando lo leí por primera vez a los once años.
Exactamente, no sé si sabría ubicar mis primeros recuerdos de El Quijote. Como a tantos niños, en algún momento de mi infancia se debió de hablar de ese loco tan divertido que envestía molinos creyendo que eran gigantes. Sí recuerdo a mi abuelo citando a veces para que yo me riera las primeras frases de la novela. Nunca había llegado a leerla. Lo sé porque cuando yo era pequeño buscó mucho tiempo una edición con un tipo de letra que sus cataratas le permitieran leer cómodamente –creo que nunca llegó a encontrarla- para poder leer por fin “el libro de Cervantes”. En cuanto a mi madre y mi tía creo que tampoco la han leído. En todo caso no recuerdo que me hablaran demasiado de ella.
Visto lo visto, mi pasión por El Quijote –no por las anécdotas de algunas de sus más cómicas y populares escenas, que lo rebajan a un rosario de situaciones chistosas, sino por la obra en sí- empezó en quinto de primera. Ese año cambié de escuela. Mis dos últimos cursos de primaria tuve como profesora de lengua a una mujer muy mayor –si los recuerdos no me fallan se jubiló forzosamente cuando terminé primero de ESO- que por sistema dedicaba siempre unas semanas del tercer trimestre a hablarnos de la novela de Cervantes.
Ese mismo verano imbuido de interés compré un tomito de bolsillo, edición de Martín Riquer que aún conservo y me lo llevé a Islandia en las vacaciones de verano. Lo acompañaron otros dos libros, uno era Viaje al centro de la tierra, después de todo qué mejor lugar que Islandia para leer esa novela de Julio Verner, ya que el viaje se inicia allí; respecto al otro, su título sinceramente no lo recuerdo.
Hay que decir que apenas tres años antes cuando cursaba segundo de primaria a mí madre le habían dicho que difícilmente su único hijo sería capaz de terminar la ESO, dados los muchos problemas que tenía para aprender a leer –parece ser que no era un problema de inteligencia, sino una dislexia mal diagnosticada, tampoco me he preocupado nunca de saberlo. A mi madre nunca la convenció el diagnóstico, me enseñó a leer. En apenas un año más tarde leí mi primer “libro largo”, Harry Potter y la Piedra Filosofal. Después de leer los siguientes tres libros de la escritora escocesa, en tanto que esperaba la continuación de la saga, leí a Julío Verner y supongo que gracias a que me di cuenta de que mi problema era mecánico y no de cognitivo, ese verano me atreví a leer El Quijote.
No costará imaginar la reacción de mi madre y de mis tíos que nos acompañaban en el viaje. Recuerdo que de vez en cuando me quitaban el libro de las manos literalmente y me hacían explicarles lo que estaba leyendo. Yo se lo explicaba encantado. Aunque como todos los niños, era un poco caprichoso, así que una vez terminé de leer la novela y empecé con el ensayo introductorio, que me pareció entonces mortalmente aburrido en comparación con la prosa cervantina, de modo que insistí a mi madre hasta que terminó de leerme alguno de sus pasajes en voz alta como había hecho hasta hacía muy poco con casi toda palabra escrita que caía en mis manos.
De aquella experiencia tengo que extraer varias conclusiones. La más importante para mí es la superación personal; a partir de entonces nunca volví a tener miedo a leer nada. También me he dado cuenta de que, en cierto modo, El Quijote fue mi último juguete antes de la adolescencia.
Ese mismo año, que por cierto, no lo he dicho, pero era el centenario de la primera parte de El Quijote, por navidades, debajo de mi árbol hubo un regalo muy especial, la edición de lujo ilustrada por Salvador Dalí. Así Cervantes me condujo hasta uno de mis pintores favoritos. Volví a leer El Quijote esa primavera –es curioso, nunca he leído una adaptación del libro. De aquellas lecturas, cuyas sensaciones e impresiones no sabría explicar ahora, después de todo, como diría San Pablo, “cuando era un niño pensaba como un niño”, sí recuerdo una sensación agradable, como de juego, porque me daba cuenta de lo divertido que era El Quijote y un pellizco de orgullo infantiloide por saber que comprendía palabras e ideas que muchos de los mayores no entenderían nunca.
Quizás aquellas dos primeras lecturas fueron las únicas que haré en toda mi vida de la novela tal como la concibió Cervantes: una obra para hacer reír, para evacuar los humores más espesos del lector y librarlo de la melancolía. Sí, también quería hacernos pensar, qué duda cabe, pero antes de que la lectura romántica que nos ha dejado a todos los lectores adultos un hálito de pesimismo vital cada vez que leemos la novela, El Quijote perseguía –y conseguía- sobre todo hacer reír, consumando así en lo horaciando el prodesse et delectare. Cuando volví a leer la novela en primero de carrera, ya no me reí tanto. Buceé en su filosofía y cerré el libro melancólico, incapaz de reencontrarme con la novela infantil, con mi juguete.
La otra reflexión, más impersonal, es que quizás hemos ahogado una de las mejores piezas de literatura en un mar de ensayos y prefacios introductorios. Desde que Mayans escribió la primera biografía del autor, un sinfín de eruditos ha tratado enriquecer la obra con ensayos y reflexiones de todo tipo. Resulta imposible negar el valor de la mayoría de estos textos, pero el peso de sus cadenas de referencias exegéticas y hermenéuticas a veces estrangula al original, y dejamos de conocer a Cervantes y a sus criaturas por nosotros mismos, para reconocerlas por las interpretaciones ajenas.
Este año he releído El Quijote por última vez. Ya lo había vuelto a leer en tercero de carrera cuando cursaba renacimiento. Estas dos últimas relecturas me han reconciliado con la novela, ya sin síndrome de Peter Pan, aceptando sin melancolía la belleza reflexiva de la lectura adulta.
Creo que la posibilidad de cursar la variable "Cervantes y la novela moderna" en mi último año en filología, tras dos años de intentar cogerla sin posibilidad de hacerlo, es una gracia del destino con la que no había contado. Al ser este mi último año como graduado universitario, vuelvo a leer esta obra en un momento de transición vital, cuando la tensión entre idealismo y pragmatismo se extrema en mí de caras a la entrada en el mundo laboral. Tampoco puedo dejar de mencionar, aunque esto ya es más a título de anécdota, que este año ingreso como voluntario en la Orden de Malta, una orden de caballería.

Eduard Ariza

2 comentarios:

  1. Pues estaba yo pensando anécdotas mías sobre esas primeras lecturas que le marcan a uno para compartir aquí, pero me acabo de dar cuenta de que no quiero. No quiero fastidiar este artículo tan personal, porque es el más bonito que te he leído (en prosa o en verso).
    Aunque, por otro lado, ya sabes que soy de lágrima fácil.

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    1. Em sembla molt bé que siguis bleda de llàgrima fàcil, però coi no siguis tan insegura. Els blogs existeixen per dir el que se'ns passi pel cap. Com Teitter pero sense limitació de lletres.

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